Fuente: revistaanfibia.com

“No tienen valores”, “no se interesan por nada”, “no se esfuerzan para aprender”. En el campo escolar se suele pensar a los jóvenes como una generación perdida, una amenaza e incluso como un peligro para el conjunto de la sociedad. En este adelanto de “Mitomanías de la educación argentina”, publicado por la editorial Siglo XXI, los investigadores Alejandro Grimson y Emilio Tenti Fanfani desarman las quejas, acusaciones y estereotipos que se construyen sobre el grupo más debatido y pocas veces escuchado en las escuelas: los estudiantes.

Fotos interior: Leo Vaca

 

Las nuevas generaciones siempre fueron objeto de miradas contradictorias. Por un lado, son “el futuro del país” y en ellas se depositan muchas esperanzas. Son objeto de los desvelos y sacrificios de sus padres, que intentan legarles diferentes tipos de capital.

 

Desde hace mucho tiempo en Occidente se define la infancia y la juventud como etapas idílicas, ideales. Ser eternamente joven parecería ser una meta ya no utópica sino posible gracias a los avances de las ciencias y tecnologías. El modo de vida “joven” se impone a casi todas las edades, a la vez que la definición operativa que emplean los sociólogos y antropólogos extiende esta etapa hasta los 30 o 35 años. Todo parece indicar que esta imagen de la juventud choca con otro mito hoy en boga. Ya que, cuando se califica a los jóvenes a menudo se los presenta como un peligro, una amenaza e incluso como una “juventud perdida”. Cuando en las instituciones escolares se realizan talleres sobre adolescentes y jóvenes tiende a predominar una visión pesimista, y los temas que se tratan están invariablemente asociados con problemas como el sida, el embarazo adolescente, la drogadicción, el alcoholismo, la anorexia y la delincuencia.

 

Los jóvenes no sólo están en riesgo sino que ellos mismos serían un peligro para el conjunto de la sociedad.

 

Esta visión negativa parece dominar el campo escolar, donde es frecuente oír que los adolescentes y jóvenes “no tienen valores”, “no se interesan por nada”, “son vagos y no están dispuestos a hacer ningún esfuerzo para aprender”. También suele afirmarse “que exigen sus derechos pero no tienen conciencia de sus deberes”, “son desobedientes”, “irrespetuosos”, “irresponsables” y hasta “violentos”, “no se interesan por el pasado, no tienen proyecto para el futuro” y “viven concentrados en el presente”.

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Sin embargo, la verdad es que “los alumnos” no son todos iguales, aunque vistan el mismo guardapolvo o uniforme. Hay tendencias, por cierto, que conviene analizar sin recurrir al anacronismo. Esto es, a la idea de que nuestra generación (sea cual fuera) realmente era fabulosa, y la actual, calamitosa. O la inversa, algo que se escucha menos pero no por eso es menos parcial.

 

La educación –como la relación entre padres e hijos, como la pediatría, como la psicopedagogía, como la clínica de niños– es, por definición, un trabajo intergeneracional y, por tanto, un espacio de comunicación donde el entendimiento es parcial. Al pertenecer a generaciones diferentes, docentes y alumnos utilizan “códigos” distintos.

Y la tensión se genera porque los primeros saben que los estudiantes deben aprender ciertos “códigos”, pero no siempre asumen que, para lograr ese objetivo propio de la tarea educativa, es indispensable aprender, a su vez, los códigos básicos de los alumnos. No para disfrazarse ni para usarlos al pie de la letra. Pero comprender al otro, incluso esa parte de su estilo que no se comparte, es una condición de toda convivencia democrática y también una necesidad para que se despliegue el proceso educativo.

 

Siempre podemos echarle la culpa a “cómo son” los niños o los jóvenes, pero lo único que lograremos será generar la resignación del docente y su renuncia al proceso educativo. Quizás uno de los interrogantes que deberíamos plantear es si nuestra propia formación como docentes incluyó buenas herramientas para trabajar con la heterogeneidad y la diferencia, o si más bien tenemos que generarlas.

 

Siempre es mejor saber cuál es la tarea que tenemos por delante que pretender tapar el sol con una mano recurriendo a mecanismos de estigmatización.

 

A los alumnos de hoy no les interesa nada

Estos chicos no quieren esforzarse para estudiar.

No tienen curiosidad ni inquietudes, y es imposible motivarlos.

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Como la inteligencia, el interés se tiene o no se tiene. En América Latina, la “ideología del interés” parecería haber reemplazado al paradigma de la “inteligencia” (que se ha vuelto políticamente incorrecto).

 

Pero los resultados son los mismos, ya que el prejuicio produce los mismos efectos: la exclusión pedagógica de aquellos que no se interesan por el programa escolar. Diversas investigaciones realizadas en varios países de América Latina (Argentina, Brasil, México, Perú y Uruguay) durante la última década muestran que la mayoría de los docentes de enseñanza primaria y secundaria de áreas urbanas comparten una actitud de pesimismo respecto de las nuevas generaciones. Es probable que esta actitud sea compartida por muchos adultos que son padres preocupados o profesionales interesados en el tema, como periodistas y comunicadores sociales.

 

Más allá de algunas variaciones nacionales, la mayoría relativa (y en muchos casos absoluta) de los docentes tiende a creer que determinados valores sociales como “el compromiso social”, “el sentido de justicia”, “la responsabilidad”, “la honestidad”, “la tolerancia” están debilitados en la juventud actual. Esta actitud crítica generalizada es más débil cuando se trata de valores como “el amor a la libertad” o “el cuidado de la naturaleza”.

 

En cambio, en relación con valores más directamente relacionados con el desempeño escolar de las nuevas generaciones, como “el sentido del deber” y “la disposición al esfuerzo”, las actitudes críticas alcanzan su máxima intensidad en el cuerpo docente (más del 75% de los docentes cree que estos valores se debilitan irremisiblemente en la juventud actual en la Argentina y Uruguay). Cabe señalar que esta actitud generalizadamente negativa no varía en función de la edad de los docentes ni tampoco según el nivel (primario o secundario) en que desarrollan su tarea.

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Más allá del viejo debate acerca del sentido (estructural o no) del conflicto entre las generaciones, uno no puede más que preguntarse acerca de las eventuales consecuencias de estas actitudes (que siempre son percibidas, en mayor o menor medida, por los alumnos). A modo de hipótesis, pueden plantearse por lo menos dos variables: dificultades en la construcción de la autoridad docente (hoy los alumnos exigen reciprocidad: yo te respeto y valoro si vos hacés lo mismo conmigo) y aumento de la conflictividad en la construcción del orden en las instituciones (nuevos y viejos problemas de disciplina).

 

Si “a los chicos de hoy no les interesa nada y no están dispuestos a hacer el esfuerzo de estudiar”, el docente dirigirá su enseñanza hacia aquellos alumnos que manifiesten interés. En verdad, la cuestión del interés tiende a ocupar el lugar que antes se le atribuía a la inteligencia en la explicación del éxito y el fracaso escolar.

 

Las críticas sostenidas y muchas veces justificadas al antiguo concepto de inteligencia (ahora se habla de inteligencias múltiples, adquiridas, etc.) y “dones naturales” le han dado un tinte políticamente incorrecto al tema. Hoy el aprendizaje requiere que el alumno “se interese” por aprender y se esfuerce en consecuencia, y muchos docentes consideran que no les corresponde a ellos, sino a los padres, desarrollar el interés por el estudio y convencer a los alumnos de dedicarse a estudiar y aprender. Por lo tanto, si los chicos no aprenden lo que deben es porque no estudian, y si no estudian es porque no tienen interés en aprender. En términos generales, el argumento es correcto. Pero el nudo del problema radica en saber si el maestro y la escuela sólo tienen el deber de enseñar o bien deben contribuir a suscitar el interés y la curiosidad de los jóvenes alumnos por la cultura y el conocimiento.

 

La libido cognoscendi (la curiosidad por conocer el mundo que nos rodea) es “natural” y viene “de fábrica”: todos la traemos al nacer.

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En cambio, los intereses cognitivos son moldeados por la biografía personal, la experiencia, la relación con los otros y los determinismos sociales. En este terreno, los maestros pueden intervenir. Sin embargo, sucede que los docentes (o al menos una proporción significativa de ellos) consideran que están en el aula para transmitir contenidos y procedimientos de análisis a aquellos a quienes esas cosas les interesen. Los que tienen “otras inquietudes”… no aprenden, y es su culpa. Lo primero que debe saber y tomar en cuenta un buen docente es que no existe ser humano sin motivaciones, pasiones o intereses, que deben reconocerse como legítimos. El docente debe intentar entender por qué sus alumnos se interesan en ciertas cosas más que en otras. Por qué algunos se muestran muy motivados por “su materia” mientras que otros están allí sentados, porque no tienen más remedio. Sobre la base de este conocimiento, el maestro virtuoso imagina y tiende puentes entre los intereses, deseos y pasiones de sus alumnos y el programa a desarrollar.

 

Este razonamiento supone que vale la pena aprender los contenidos del programa escolar (ya se trate de matemáticas o de química), que su dominio significa una ventaja para el educando tanto en el presente como en el futuro. No basta con decirle a un adolescente: “Aprendé esto que te va a ser muy útil cuando seas grande y tengas que conseguir un trabajo o seas padre de familia”. El conocimiento tiene que ser significativo no sólo en términos de “inversión a futuro”, sino también en la vida presente del alumno. Y esto sólo puede lograrse tendiendo puentes entre los intereses percibidos del alumno (no sólo sus intereses “objetivos”) y el programa escolar. Es esta conexión la que permite dar sentido al aprendizaje (que por otra parte supone un esfuerzo, un trabajo). En una situación ideal, cuando uno siente verdadera pasión por aprender algo (matemática, piano o fútbol), el esfuerzo está garantizado hasta tal punto que no llega a ser percibido como tal. En esos casos, uno se esfuerza con gusto. En otras palabras, uno es feliz haciendo algo que no percibe como portador de valor instrumental: es decir, no como un medio para lograr otra cosa que sí le producirá satisfacciones, sino como algo satisfactorio en sí mismo.

 

En las condiciones actuales, y suponiendo que lo que se enseña tiene valor para la vida de los niños y los adolescentes, los docentes deben ser antes que nada “especialistas en despertar el interés (y ojalá la pasión) por el conocimiento” en las nuevas generaciones.

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Para eso se requieren muchas competencias, pero hay una que resulta primordial: el docente debe conocer, reconocer y respetar los intereses de sus alumnos, que a primera vista pueden parecer ajenos al programa escolar. No se trata de afirmar demagógicamente la validez de todos los intereses culturales (hay saberes más poderosos que otros) sino de partir de aquello que moviliza a los alumnos para llevarlos progresivamente a demandar esos conocimientos que resultan básicos para conformar individuos autónomos, creativos, productivos y políticamente participativos.

 

Los pobres no pueden aprender

Hay niños que no son educables. Tampoco se puede pretender que todos los adolescentes terminen el secundario. En el mejor de los casos, a los pobres hay que enseñarles oficios.

 

En la Argentina, muchos niños nacen y crecen en familias excluidas de recursos sociales estratégicos como el trabajo, una vivienda y un salario dignos. Esos niños pueden existir o no, sin que esto afecte para nada la reproducción del todo. Están excluidos de bienes y servicios básicos como la buena alimentación, la salud, la seguridad.

 

Pero la absoluta mayoría de ellos frecuentan un establecimiento escolar y tiene una inserción determinada en el sistema de consumos culturales (todos tienen televisión, por ejemplo).

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Ni la economía de mercado ni el Estado tienen una presencia contundente en esos territorios. En muchos casos, la única presencia del Estado es una institución escolar. Sin embargo, esta no es una fortaleza capaz de imponer sus reglas a quienes la frecuentan.

 

Los imperativos de la supervivencia tienden a aplanar la perspectiva temporal de las nuevas generaciones en un presente estrecho que vuelve muy dificultosa la concreción de cualquier “programa pedagógico”.

En el límite, algunos incluso plantearon la cuestión de la “educabilidad” de ciertos sectores pauperizados dadas sus condiciones sociales extremas.

 

El término puede suscitar diversas interpretaciones, en especial cuando se lo entiende como una propiedad o característica que distingue a unos niños (los educables) de otros (los no educables).

 

Nunca está de más recordar que la probabilidad de aprender es una condición relacional. Todo individuo puede ser educado, siempre y cuando se le provean los recursos necesarios y pertinentes. Por lo tanto, no hay individuos “ineducables”, sino más bien excluidos de las oportunidades de aprendizaje que merecen y a las cuales tienen derecho.

 

Para tomar distancia de la visión “encantada” de la pobreza como reino inefable de la solidaridad y la acción colectiva, y también de la visión “negativa” que la retrata como un submundo de imposibilidades, es preciso reconocer y definir correctamente los problemas e identificar los espacios de posibilidad. La experiencia indica que aun en estas condiciones sociales extremas la escuela “puede”: siempre y cuando se conforme como una institución fuerte y adecuada (no estandarizada), no condescendiente, y constituida por agentes profesionales que conjuguen, entre otras cosas, conocimientos especializados y ausencia de prejuicios, disposición al trabajo en equipo, responsabilidad profesional y conciencia del sentido social del trabajo que realizan.

 

En la Argentina actual, la enseñanza secundaria para todos no sólo es una meta necesaria, sino posible. Quizás el principal obstáculo para alcanzarla no sea la escasez de recursos materiales, sino la inadecuación de la oferta educativa a las condiciones sociales y culturales de los adolescentes. En América Latina la enseñanza secundaria creció por proliferación, incluyendo a los nuevos adolescentes en las viejas instituciones, que no habían sido hechas para ellos. Es sabido que las familias de los sectores populares argentinos tienen elevadas aspiraciones para sus hijos, salvo minorías que todavía consideran que “el secundario no es para nosotros”. La Asignación Universal por Hijo, con su amplia cobertura, constituye un incentivo material muy importante para la escolarización de los adolescentes.

 

Pero el objetivo central no debe ser la simple escolarización (la inclusión escolar) y la culminación del secundario, sino la apropiación de conocimientos básicos necesarios para la vida. Escolarizar tiene sentido en la medida en que sea un instrumento para apropiarse de un capital cultural básico que habilite al educando para seguir aprendiendo durante toda la vida, tanto en instituciones universitarias como en otros ámbitos.

 

Los docentes que creen que no todos los adolescentes están en condiciones de terminar el secundario, y de aprender lo que hay que aprender, no están haciendo un simple pronóstico “objetivo”: están contribuyendo, conscientemente o no, a hacer realidad su propia y lamentable profecía.

 

La culpa de todo la tiene la familia. En el fondo, la verdadera responsable de las dificultades de rendimiento académico y de comportamiento de los alumnos es la familia.

 

Cuando un grupo de docentes universitarios conversa sobre las dificultades de desempeño observadas en los alumnos ingresantes, suele aparecer una explicación mágica: el problema está en la enseñanza secundaria, que no prepara adecuadamente a los estudiantes. Más allá de lo acertado o no del diagnóstico, lo cierto es que la escena se repite en cualquier conversación de docentes del secundario. En este caso, el problema se traslada a los docentes que dictan asignaturas en los primeros años del nivel e incluso a la escuela primaria. Sin embargo, la espiral de culpas de las dificultades académicas y de comportamiento de los estudiantes en la escuela suele centrarse en un actor privilegiado: la familia. Allí es donde – según parece– empieza todo.

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Y por eso mismo muchos de los problemas percibidos en la escuela se adjudican a una deficiencia primigenia del grupo familiar.

 

Los datos corroboran esta primera impresión. En una encuesta a docentes realizada en 2000 por Tenti Fanfani, “la relación con los padres” era considerada un problema por el 28% de los docentes del país. Por otro lado, cuando se les preguntó sobre los factores que determinan el aprendizaje, el más consensuado (81% de acuerdo) fue “el acompañamiento/apoyo de las familias” (“la calidad del docente”, con el 53% de las preferencias, quedó en un lejano segundo puesto). Asimismo, en diversos talleres realizados con docentes, no sólo de la Argentina sino de otros países de América Latina, los maestros tendieron a apuntar a las familias para explicar los bajos rendimientos de aprendizaje en la escuela primaria y secundaria.

 

Esta representación, evidentemente, no contribuye a mantener una adecuada integración y complementariedad entre la familia y la escuela que facilite el aprendizaje de los conocimientos básicos.

 

Por otra parte, no faltan quienes (periodistas, ensayistas, políticos, intelectuales) critican a la familia actual y reclaman un mayor involucramiento de los padres en el acompañamiento escolar de los hijos. Se dice que muchas familias “abandonan” a sus hijos a la escuela y le exigen que “los eduque” (es decir, que los “socialice”), y no sólo que les enseñe o los instruya, ignorando que la socialización entendida como interiorización de una serie de expectativas y conductas que permite a los individuos interactuar con los demás en contextos sociales específicos es una condición sociológicamente previa a la instrucción o desarrollo de competencias y conocimientos.

 

Esta demanda de socialización, en países como los Estados Unidos, dio lugar incluso a un fenómeno que algunos especialistas denominaron “terapeutización” de la pedagogía. La tarea que se impone y demanda como prioritaria en este marco, y que tiende a acaparar gran parte del tiempo escolar, se orienta a desarrollar el equilibrio emocional básico de los alumnos (muchas veces alterado por sus condiciones de existencia), fortalecer una autoestima vulnerada por la discriminación y el abandono, y estimular la empatía o capacidad de ponerse en el lugar del otro, condición básica de la convivencia.

 

Algunos docentes añoran un tipo de familia “tradicional”, que implica un papá, una mamá e hijos conviviendo bajo el mismo techo, el papá trabajando fuera de casa y la mamá dedicándose al cuidado del hogar. Aunque no ha desaparecido del todo, no necesitamos explicar que en la sociedad actual este tipo de familia es minoritario y que nuestras propias familias y las de las personas que nos rodean muestran otras realidades. Muchas mamás están integradas al mercado de trabajo formal, informal, o ambos a la vez, existen familias monoparentales (muchas con jefatura femenina), familias compuestas por varios grupos mono o biparentales, familias ensambladas una o varias veces, e incluso compuestas por un abuelo y/o abuela con nietos, sólo por poner algún ejemplo de la variedad de configuraciones familiares hoy existentes. Por eso, en vez de reclamar un imposible regreso a esa “familia tradicional”, quizás sea más sensato replantear la clásica división del trabajo entre escuela y familia a la luz de las nuevas condiciones sociales. Ciertamente, el panorama de la familia actual demanda el rediseño de la escuela y del tiempo pedagógico, y la incorporación de nuevas figuras profesionales que trabajen en equipo con los pedagogos.

 

Al mismo tiempo, como han señalado varias investigaciones –entre ellas, la encuesta de la Universidad Pedagógica (UNIPE) sobre relaciones entre “escuela” y “familia”, encabezada recientemente por Bottinelli y un trabajo anterior de Monica Pini–, estas demandas de las familias hacia la escuela y las acusaciones de inacción, apatía o permisividad que los padres arrojan con frecuencia sobre los docentes, son sentidas por estos como una sobreexigencia que los acusa de no hacer y les demanda que hagan precisamente eso que las familias no pueden o no están en condiciones de resolver (lo reconozcan o no). Esto constituye un ejemplo más de esa tendencia a reclamarle a la escuela lo que antes se esperaba de otras instancias o instituciones (en este caso, la familia) y que, por lo tanto, debería llevarnos a abandonar los estereotipos e interrogarnos sobre un posible rediseño de la distribución de responsabilidades y competencias relativas, y sus condiciones de posibilidad.

 

Sin embargo, en el punto en que nos encontramos esto parece bastante difícil de alcanzar y la adjudicación mutua de responsabilidades entre “escuela” y “familia” es el clásico de los clásicos de los debates escolares. Si un estudiante tiene problemas, es lógico pensar que a veces tienen razón los docentes y a veces, los padres, y que en cualquier caso deberían conversar y escucharse un poco más. Sin embargo, frente a cierta sensación de desborde por parte de unos, de otros o de ambos, los docentes y los padres se pasan la pelota.

 

Estos estereotipos de los padres sobre los docentes y de los docentes sobre los padres constituyen un verdadero obstáculo para los desafíos cotidianos en la relación pedagógica. Los estereotipos (“padres despreocupados”, “abandónicos” o “desinteresados”; docentes “apáticos” o “incapaces”) impiden percibir la diversidad real de las situaciones que unos y otros enfrentan. Eso no significa que no existan tendencias sociales profundas, como la desacralización de esa autoridad docente automática de antaño, que ya mencionamos, o el sobreempleo de los adultos. Significa que, en esos contextos, percibir la heterogeneidad resulta decisivo para poder apoyarse en los padres más dispuestos a colaborar y dedicarse con mayor énfasis a las situaciones más desafiantes.

 

Una vez más, nuestra intención al desglosar algunos de los mitos relacionados con esta culpabilización simétrica es despejar el terreno para un debate fructífero.

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